Por Carlos Eduardo de Brito Sánchez
Sucedió hace más de veinte años, pero no puedo olvidarlo. En ese hermoso día volvían a la patria los restos de don Juan Manuel de Rosas, el Restaurador de las Leyes. El prohombre que diseñó nuestros principios de orden y de progreso, que marcó el comienzo de la unión nacional y el alma del ser argentino. El prócer cuya figura ha moldeado a generaciones de hombres de bien, y cuyo gobierno fue el más importante de la Argentina constitutiva. El héroe que supo pelear una segunda independencia en la Vuelta de Obligado al ordenar la carga gloriosa del General Lucio Mansilla frente a las fuerzas navales más poderosas de la tierra. El adalid que le mostró al mundo, con esa batalla, cuál era el temple del espíritu argentino, forjado en valentía e hidalguía y siempre dispuesto a enfrentar al enemigo en cualquier circunstancia.
Pensando en todo eso, en aquel día tan especial decidí llevar en mi pecho, junto con la escarapela, la divisa punzó, símbolo de toda aquella lucha y toda aquella gloria. La divisa punzó. El emblema que unió a la nación y a las provincias, como la bandera negra con la cruz en su centro, que enarbolaba el General Quiroga. Símbolos que evocan a los blasones y pendones de los ejércitos cristianos en la Edad Media, liberando Tierra Santa de los infieles, o a las gloriosas águilas romanas que iban al frente de las legiones victoriosas del César. Sí, señores: los símbolos representan aquellos conceptos arquetípicos que nos dan identidad, que nos identifican y que nos recuerdan de qué lado estamos. Tanto es así, que lucir con honor una escarapela o una radiante divisa de rojo encendido era en la década del ‘70 casi una sentencia de muerte o una garantía de enfrentamiento con el enemigo marxista o con nuestro archienemigo demoliberal, masónico y anticatólico; yo mismo debí defender esos símbolos en las calles y plazas porteñas, frente a las hordas hostiles.
Y bien, en aquel día del regreso del Brigadier General, temblaba de orgullo. Debía encontrarme con unos camaradas para ir a la Vuelta de Obligado: por allí pasaría el féretro del héroe, y queríamos rendirle los honores correspondientes a semejante luchador por la dignidad nacional. Totalmente decidido a brindar este homenaje, comencé mi viaje. El punto de encuentro con mis compañeros era el Retiro, lugar emblemático de nuestra vieja Buenos Aires. Iba confiado en mis ideales, en mis conceptos, en mi historia y en mis luchas. Comenzaba un día de celebración, un día triunfal.
Subí al colectivo para dirigirme a dicho encuentro previo. Había pocos pasajeros, eran las 08:30 de la mañana de un día feriado. Ocupé un asiento en la mitad del transporte, y me di a meditar sobre aquellas pasadas glorias de un siglo y medio atrás. Entonces, una chica de no más de veinte años interrumpió mis pensamientos.
—Perdoname —me dijo, señalando la divisa punzó—, ¿hoy es el día de conmemoración de la lucha contra el sida?
Solamente atiné a cerrar los ojos. Recordé a los caídos en todas las gestas nacionales, recé por mi patria cautiva… y con infinita paciencia y comprensión continúe con mis pensamientos.
La pérdida de los símbolos, o la transfiguración y vaciamiento de los mismos, tienen que ver con la pérdida de los valores, de los conceptos y de la Verdad. Si queremos recuperar a la patria, es necesario que primero los recuperemos a ellos.
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