Por Ezequiel Gatto “El discurso del macrismo no es el de la tecnocracia tradicional sino el de la nuevas tecnologías digitales, de la comunicación y la información, las del capitalismo afectivo”. Uno de los ejes discursivos que el macrismo/duranbarbismo supo disponer con éxito y que, a mi entender, acabó siendo decisivo en las elecciones presidenciales de 2015 fue el manejo de las temporalidades históricas. En su propio nombre (Pro) que indica en latín aquello que “tiende a algo en el futuro, que se mueve hacia adelante”, en la invitación inscripta en “Cambiemos”, la alianza gobernante se configuró desplegada hacia el futuro y no aludiendo a rasgos propios adquiridos (lo Radical de la Unión Cívica; la definición de peronista, etc). Respecto a los adversarios electorales, dicha estrategia fue utilizada en un sentido que, cuando funciona, es altamente eficaz en la desestructuración del rival político: la condena del otro por “ser parte pasado”. Una y otra vez el macrismo refiere y refirió a no atarse a “recetas del pasado”, a superar las “formas de la política del s. XX” y, en palabras que pueden leerse en el portal de Presidencia de la Nación a la necesidad de “tener un estado del s.XXI”. Quizá la última estrella, ya en tiempos de gestión y no de campaña electoral, de esa estrategia de temporalización política sea la de haber nombrado como “pesada herencia” los doce años de gobierno kirchnerista. El pesado pasado. Gracias a esos recursos el macrismo logró algo que también el kirchnerismo, en sus primeros años, supo construir con mucha eficacia: presentarse como una novedad. Y para esa presentación es forzoso destinar el casillero del pasado al otro. En ese sentido, el macrismo como discurso tuvo un éxito relativo en convertir al kirchnerismo en un anacronismo, en una existencia sin derecho, una excrecencia temporal. Éxito porque lo desplazó del gobierno; y relativo porque la impresión es que el kirchnerismo, aunque aún no esté claro cómo, será un monto de energía, discursos y símbolos que no se esfumará sino que insistirá en la configuración política de aquello que se enfrente al macrismo. Como sea, el macrismo está obsesionado con el futuro. Invoca el sustantivo con tanta frecuencia que ya parece una adicción. Con seguridad porque no tiene mucho pasado propio para ostentar (y porque ese territorio está destinado a la ya mencionada “pesada herencia”, algo así como la Tierra con Mal) y porque sus medidas, actualísimas, presentes, no le permiten enunciarse en términos demasiado auspiciosos. Cuanto mucho, parafraseando a Scott Fiztgerald, podrían decir que “el presente es una empresa de demolición”. Sin embargo, parece haber más cosas en ese futuro que un simple eludir los otros tiempos sociales. Fragmentos de proyectos, futuros deseables, utopías de gerentes. No por nada una de las primeras medidas de gobierno, deudora de ese discurso, fue instituir el Ministerio de Modernización (una expresión que en sí misma invoca una relación con el futuro), punta de lanza (y patovica) de la estrategia de reorganización nacional que ya lleva producidas decenas de miles despidos. En el sitio web del nuevo Ministerio se lee una promesa: “El Estado al servicio de la gente. Un Estado inteligente con servidores públicos capacitados para brindarle más y mejores servicios a los ciudadanos. Esto es el Siglo XXI y en eso trabajaremos día y noche”. Como puede verse, allí aparece la idea del anacronismo nuevamente. Argentina habría sido un país desfasado en el tiempo, un país atrasado respecto a un reloj mundial que, en algún sitio (¿dónde?) daría la hora exacta, la hora verdadera, la hora de la absoluta contemporaneidad. El aspecto interesante en términos de futuridad es que no se trata tanto de un futuro que no se conoce sino de un presente en otro sitio (allí donde sí, efectivamente, vivirían en el s.XXI) que debería convertirse en el presente aquí. “El modelo es India”, dijo Michetti que dice Macri, que también le declaró su amor a Obama. Como los teléfonos y las aplicaciones, el problema del futuro, para el macrismo, es un problema de actualización. De los tecnócratas a los cibernéticos Muchos se ríen de Macri cuando habla -es decir, divulga- tecnología, de valijas que sirven para dialogar, de médicos-robots. Algunos recuerdan a Menem y su cohete estratoférico a Japón. Yo, en cambio, lo escucho, o le creo, hasta preocuparme. Le creo a Macri porque, a diferencia de la vieja derecha, conservadora/tradicionalista/ castrense, esta nueva expresión, educada en universidades privadas mucho más que en iglesias y cuarteles, y en el extranjero mucho más que cualquier otro sector social argentino hasta hoy, tiene una esperanza y una estrategia en la que la innovación tecnológica es una pieza fundamental de sus imaginarios de futuro. Y no es la carrera, o mejor el trote rezagado, espacial del menemismo: eso era casi un epílogo a los sueños de la Guerra Fría. La fe presente en la tecnología, que un libro reciente ha bautizado como “el solucionismo tecnológico”. En esta línea hay que leer al jefe de Gabinete Marcos Peña, cuando asegura que “el tema central no es la discusión sobre si es un Estado más grande o más chico, sino que funcione, brinde respuestas, que vaya mejorando acorde a las posibilidades de la tecnología tanto a nivel nacional, como en las provincias y los municipios”. Peña no está “mintiendo”. Para él, como para cualquier derivación del pensamiento gerencial, que las cosas funcionen quiere decir que respondan (vale aclarar, a preguntas que por lo general se decantan en “sí/no” o en “aquí/allá”) y que esa respuesta se vehiculice tecnológicamente. El Estado eficiente, el estado soñado por esta gente, es un Estado que no está para ser motivo de conflictos, botín de discusiones y tensiones políticas. En este pasaje, no deberíamos minusvalorar el desplazamiento, en lo simbólico, de un Poder ejecutivo argentino encarnado, en sus momentos democráticos, casi exclusivamente por abogados (con la salvedad del radical Arturo Illia, quien era médico) a un ingeniero, mucho más preocupado por los procesos y su eficacia, por los flujos y su control que por los agentes concretos que participan de dichos procesos y, sobre todo, por la dimensión discursiva de la polémica o, al menos, la consideración terapeútica de la enfermedad y la cura. Afín, pero diverso, a las tradiciones militares, el ingeniero se inclina por las órdenes claras y la obediencia, por la eficiencia. En otros términos, el Estado es un estado tecnológico-administrativo que debe responder eficazmente. Si las viejas fuerzas tenían “programas de Estado”, el macrismo concibe al “Estado como un programa” al modo en que los cibernéticos y las ciencias de la información han venido haciendo desde, al menos, los años setentas. En definitiva, eso dicen cuando dicen, como el ministro de Modernización Andrés Ibarra, que “estamos en el s. XXI”: que ha llegado el turno del gobierno de los gerenciadores cibernetizados. Pareciera extraño, porque las campañas del macrismo son “emotivistas e individualizadas”, algo que en principio pareciera contra la idea que se tiene de un gobierno de las tecnologías. Sin embargo, esa es la gran diferencia con las tecnocracias tradicionales (vale decir, las que se forjaron en condiciones de la segunda revolución industrial, hecha de automotrices, metalurgia y desarrollo tecnológico y que se inscribieron en las grandes organizaciones del trabajo, esas empresas elefantíasicas). Ahí también se inscribe la distancia entre el neoliberalismo menemista, todavía apegado a la “frialdad” de las tecnologías espaciales, y el neo-neoliberalismo macrista, cuya punta de lanza está en la proximidad que brindan las redes sociales como protocolo comunicativo “cálido” y de regulación social. El discurso del macrismo no es el de la tecnocracia tradicional sino el de la nuevas tecnologías digitales, de la comunicación y la información, las del capitalismo afectivo. El filósofo argentino Gustavo Varela ha dicho recientemente que, en el horizonte del macrismo, está convertir al gobierno en una aplicación. Podemos ver con sorna el recurso a gurúes orientales y retóricas del entusiasmo propio de un pastor evangelista. Sin embargo, allí están, son eficaces y dan cuenta de una idea que incorpora a las técnicas de gobierno las hipótesis de la regulación ya no piramidal sino reticular de las poblaciones. No es casual que esos discursos, por así decir, vitalistas, que invocan la paz y los ritmos de la naturaleza, aparezcan en este preciso instante como recursos políticos. Lograr reproducir la lógica de la vida a partir de matrices tecnológicas en la gran ilusión de la avanzada cibernética: duplicar para gobernar. Desde una célula a los datos biométricos, todo tiene que ver con todo. La incorporación reciente de un “gerente de felicidad” consuma un proceso que comenzó en Califronia, allá por los años sesentas, por el cual la figura del empresario y la del guía espiritual se han ido acercando hasta fusionarse y que se continuó en el descubrimiento publicitario de que vender no tenía que limitarse a ofrecer un producto enumerando sus características y las razones por las cuales debía ser adquirido sino que bien podía ampliarse a la estructuración de una experiencia subjetiva, que resaltara emociones y encuentros con otros. Cuando el capitalismo comprendió que consumir era algo que se hacía individualmente pero que requería condiciones colectivas, toda su infraestructura (empresarial, organizativa y discursiva) se modificó irreversiblemente. Hoy ese discurso, que nos acompaña hace décadas desde televisores, radios, computadores, paradas de subte y vía pública, ha logrado poner a su primer presidente. Un capitalismo sin humanos Porque, hay que aceptarlo, los ricos, además de no pedir permiso, también tienen utopías. El sueño del capitalismo de gerentes cibernéticos es el de un fluir sin roces, sin obstáculos de ningún tipo. Que los procesos coincidan con la información, que la información sea puro valor. En ese sentido, los humanos son un problema para este capitalismo de costo cero. Por eso, mucho más que con explotarlo, el capital sueña con desprenderse del trabajo. Esa es su utopía; lo explota porque no puede desprenderse. Cuando Macri y su troupe habla de crear “trabajo genuino” lo que está diciendo es que se trata de generar condiciones para que el trabajo sea al menor costo posible. La genuinidad se alcanza en el momento en que los procesos de valorización del capital se liberan finalmente de las tensiones. Por eso Macri invoca al médico-robot, cúspide de los imaginarios de eficacia y esclavitud automatizada, y a las valijas para dialogar, objetivación de una comunicación sin malentendidos ni disidencias. Cuando Macri divulga los beneficios de la Inteligencia Artificial no lo hace sólo en términos de “una tecnología al servicio de la gente” sino de una tecnología que logre dar el último salto hacia la liberación final del capitalismo respecto al trabajo humano. Reírse en este punto de Macri, considerarlo un idiota soñador, es perder de vista que para él y los suyos la inteligencia artificial, la automatización, la minimización de la presencia humana responden a la fantasía empresarial de que controlar privadamente las máquinas permitiría, por fin, olvidarse del trabajo. El famoso desempleo tecnológico del que habló Jeremy Rifkin a principios de los noventas sería el primer paso (o el segundo) en un camino que debería desembocar en el empleo poshumano. Desde el punto de vista del trabajo, el gerente quiere convertir a la humanidad toda en una masa de supernumerarios, algo que la literatura ciberpunk vio con maestría a principios de los años ochentas, cuando desarrolló una narrativa que vinculaba grandes empresas y vidas lujosas en un entorno social signado por la supervivencia de las mayorías ligada a las más diversas actividades criminales o marginales. Tal como afirman Fred Moten y Stephano Harney en su reciente libro “Undercommons”, el gerente duerme sobre un colchón financiero desde el que sueña un mundo puro, es decir, de logística sin humanos. Porque ser gerente es asumir esa tarea de maquinización, ya no industrial sino digital (y, rpo ende, a la velocidad de la luz), de desmonte y alisado. Como en las tierras destinadas a la soja. O, en términos laborales, de adelgazamiento, de eliminación de grasas, de reducción al mínimo del costo laboral. El pensamiento gerencial devenido política de gobierno, configura un capítulo más, pero extremo, de la disputa entre someter la administración de las cosas a la riqueza de la vida y reducir la riqueza de la vida a la administración de las cosas. El futuro tiene que ser de la pura logística. ¿Qué se imaginan estos tipos? Supongamos, por un instante, que aciertan el pleno. Supongamos que Macri mira el país y se parece un poquito más al de sus sueños. ¿Qué sería ese país? ¿Qué imágenes de futuro maneja el macrismo, además del propio enriquecimiento? O, mejor dicho, ¿qué mundo futuro proyectan estos ricos de hoy, fascinados por las tecnologías de la información, la comunicación y la vida? El 22 de noviembre, con la victoria ya consumada, Macri arremetió con su primer discurso como presidente. Fue, como tantos otros, sencillo, simplista y emotivo. Para quienes nos oponemos a sus políticas y los modos de vivir que encarna y propone, suele ser un espanto de la retórica política. Para millones que lo votaron, es un motor de producción fantástica, de invitación a aventuras livianas, de tranquilidad y alegría. En fin, nada que una publicidad comercial no encierre en sí misma. Nadie puede oponerse a expresiones tan abstractas como libertad, alegría, justicia. Su vaguedad está pensada (y esto, remarquemos, no es privativo del macrismo) para poder ser apropiadas fácil, placentera e individualmente. Sin embargo, nadie escapa de las condiciones y determinaciones. Es sólo cuestión de mirar la trama y no el dibujo. Esa noche, casi al comienzo del discurso, Macri produjo una imagen muy significativa, a la que jamás había recurrido antes. Luego de decir "Quiero agradecer en nombre de todos los argentinos a mi secretaria Anita que era la secretaria de mi madre y me cuida desde los 5 años", Ana Moschini, jubilada que todavía trabaja para Macri, subió al escenario y fue abrazada y besada por el presidente electo. Relatada por el niño bien, convocada por él, besada y despedida, esa señora atenta, servicial, eficaz y cariñosa que había acompañado a Alicia Blanco Villegas, la madre de Mauricio, durante años y que se había dedicado a cuidar al pequeño Macri parecía encarnar el mundo ideal de Macri. Un mundo donde los subordinados amen a los jefes, les presten servicios y sepan retirarse de la escena sin hacer mucha alharaca. Un mundo que tiene ribetes del orden paternalista rural, de complicidades personales y sólidas diferencias de clase, que gobernó estas tierras hasta 1916, justo cuando los subordinados dejaron de amar a los jefes y de retirarse a tiempo de las escenas. Pero el macrismo, salvo en esa evocación, casi inspiradora, no es un tradicionalismo. No es nostálgico ni conservador. Su futuro no está en el pasado. No puede cantar “vamos a volver”, aunque no sean pocos los que estén volviendo. Está en lo que el propio Macri, en sus arrebatos de lo que Armand Matelart llama profetismo empresarial, define como “Desarrollismo del s. XXI”, buscando diferenciarse, así, de un desarrollismo clásico y del neodesarrollismo, una categoría que, al menos durante unos años, le fue imputada al kirchnerismo. Es decir, llegada de inversiones extranjeras, que permitan la introducción de ”las tecnologías más avanzadas del momento” y la conformación de una “red de proveedores locales” en sectores que no han formado parte de la matriz industrial del s.XX (automóviles, química, plásticos) sino que van a ciencia aplicada, biotecnologías, agronegocios y polo tecnológico. Al respecto, Eduardo Basualdo afirma que “no hay representación de firmas industriales extranjeras, lo que preanuncia la profundización de la “reprimarización” de la economía”. Es una tendencia que se ve reforzada por el informe que Basualdo y su grupo publicaron a mediados de febrero de este año, según el cual la mayoría de las cámaras empresariales que tienen representaciones en el gobierno están ligadas a la producción agropecuaria y los agronegocios. En definitiva: un modelo que, intensificando rasgos ya presentes, bien podría definirse como agroexportador tecnologizado, de “gauchos con bombachas que manejan drones” (Macri dixit), donde se radicalicen las matrices que, en palabras del empresario Gustavo Grobocopatel, lleven a “la gestión de la producción a replicar las lógicas de la vida”. Poner la vida a producir, pero ya no sólo ni principalmente la vida social (esa vida en segunda instancia) sino la vida en su sentido biológico más directo. La utopía del macrismo es la del encuentro entre una técnica cibernética y un territorio biotecnologizado. Al respecto, Héctor Huergo, director de Clarín Rural parece haber precisado los contornos de tal sueño cuando dijo: “no me parece que el futuro de la Argentina pase por una expansión prusiana de la frontera agrícola, porque igual ese crecimiento se va a acabar, es limitado. Yo creo en la tecnología y la tecnología es poner pisos, escalonar, acercarse a la productividad, y con la pampa húmeda tenemos mucho y muy divertido para hacer (…)”. Ese parece ser el “supermercado del mundo” (no el granero, porque elabora alimentos más allá de los granos y porque incorporaría cadenas de valor) que se propone vender alimentos a escala mundial. Para eso, como buen supermercado, necesita destruir las condiciones laborales mínimamente consolidadas para dar paso a un mercado de trabajo que tienda a la absoluta informalidad y a la multiplicación de figuras contractuales cada vez más beneficiosas para la apropiación capitalista de lo producido. Gerentes, elaboradores, cajeros y repositores, todo gobernado con esa mezcla de retórica de la fiesta y prácticas terrorista, que tanto se han visto en los call centers, esos espacios paradigmáticos, incluso fundacionales, de una economía digital donde las operaciones de control sobre la fuerza de trabajo son llevadas a grados tales que producen cuadros psicopatológicos severos. Justo de allí, en ese campo-supermercado-call center, brotan los medios para cumplir el sueño de la Argentina potencia que soñaron los Padres de la Fundación (...Libertad). Al “dejar pasar, dejar hacer” se sumó, desde hace unas décadas, el “dejar caer”. “El neoliberalismo, como toda religión, suele prometer a sus fieles un futuro social promisorio si se aplican sus recomendaciones de liberalización del mercado. La ‘teoría del derrame’ pregona ante las mayorías populares que el escandaloso enriquecimiento de una minoría social es la condición necesaria para agrandar y mejorar la torta de la riqueza nacional”, explica el economista Andres Asiain. Y, de nuevo Huergo, el director de Clarín Rural que fue trotskista de juventud, lo subraya con pasión y sin titubeos: “que no redistribuya el Estado a través de los impuestos, ya que la mejor redistribución (aunque intelectualmente nos pueda gustar otra cosa) es el desarrollo hacia el lujo. Es inclusiva “. Inclusión sin igualdad, sin atisbo alguno de igualdad, parece ser el mejor de los mundos posibles del neoliberalismo. Para ser más precisos: Inclusión con desigualdad. Porque, a diferencia incluso del primer liberalismo, para el cual la promesa del progreso económico debía desembocar en una mejora de las oportunidades para todos los individuos, la utopía material de este neo-neoliberalismo libertario es el de un desnivel crónico de la desigualdad, la consolidación del lujo como condición para la redistribución es otro modo de proponer el derrame. En otros términos, un golpe de mano que vendría a afirmar que si los ricos no piden permiso es porque los ricos son el sujeto de la historia. La teoría del derrame tiene dos características: una, garantizar en el presente la concentración de recursos económicos a través de transferencias de ingresos desde sectores asalariados o autónomos hacia sectores propietarios; segundo, suponer, o afirmar públicamente, que la tendencia natural de esa concentración será revertirse luego en inversiones productivas. El futuro de la concentración actual sería el desarrollo económico. Este axioma supone varias cosas, pero sobre todo, 1) que los beneficiarios directos e indirectos de esa concentración invertirán en actividades productivas y no, por ejemplo, en operaciones financieras de gran porte a escala global. Es decir, que el derrame tiene efectos productivos y no especulativos; y 2) que para que la economía funcione es inevitable que una casta de privilegiados se mantenga inamovible en su punta. En eso estamos: en un proceso de acumulación originaria, casi como el que Marx situó en los inicios del capitalismo (y que para el pensador Sandro Mezzadra no cesa de repetirse, una y otra vez), por el cual se produjo una expropiación de sectores campesinos a manos de agentes burgueses que desembocó en la proletarización de aquellos, disponibles desde entonces como mano de obra asalariada. Desde el punto de vista del macrismo, en eso estamos: en la producción de una elite de millonarios desde la cual, gracias a sus consumos, se propicie e incentive la producción laboral. Un mercado interno que funcione como Anita, aquella nana de Mauricio. Y eso hasta que Anita pueda ser reemplazada por un robot.
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