lunes, 27 de agosto de 2012

“¡Cristo vence!”.

CABILDO - Por la Nación contra el caos 



VIEJOS CAMARADAS
  
  
La Plata, último lustro de la década de 1950. Años magníficos, vitales: lo mejor de nuestra vida. La noche que no teníamos que meter panfletos por debajo de las puertas, denunciando la entrega del petróleo a la Standard Oil, debíamos ir a cuidar algún convento o colegio amenazados, siempre que no estuviéramos detenidos en alguna comisaría.
  
El tirano demagogo, quien antes había empobrecido a la Argentina malbaratando con Gran Bretaña nuestro saldo pecuario exportable, para lo cual había tenido que imponer un régimen policíaco, ahora había sumado la enajenación de los hidrocarburos de la Patagonia a los Rockefeller y el ataque criminal a la Iglesia. “¡Cristo Vence!” fue el lema de nuestra respuesta, que se abrió camino entre la población como no lo había podido hacer la propaganda de los opositores liberal-socialistas.
 
“¡Cristo vence!”. En la procesión-manifestación de Corpus Christi. Para enterarnos por los diarios del día siguiente que supuestamente nosotros habíamos quemado la bandera nacional para entronizar en su lugar la pontificia. ¡Lo que le faltaba al tirano! Además de la mentira aviesa, el delito de lesa patria; puesto que a poco andar se conocieron los nombres de los comisarios de la Policía Federal que, por orden de Gamboa y Borlenghi habían ordenado y ejecutado la incineración del pabellón nacional. No importa. “¡Cristo Vence!”
  
Junto a los aviadores navales y aeronáuticos, que desagraviaban a la bandera, los comandos civiles peleamos en la calle a los sicarios del tirano. Luchamos y perdimos.
  
Y por la noche, el Gobierno, para continuar con su vocación ígnea, quemó los templos del centro de la Capital. Todos duplicamos la apuesta. “Cinco por uno”. Y al promediar setiembre, a las puertas de la primavera, nos sumergimos en la muchedumbre que aclamó la presencia del General Eduardo Lonardi en la Plaza de Mayo. Fue una gloria. La describió con su pluma impar nuestro amigo Jorge Vocos Lescano: “y vino el tiempo, y en el tiempo, el día. / Desde Córdoba, sí con las campanas. / Quemando el viento con su algarabía. / Partió aquel grito hacia las más lejanas / fronteras, aquel grito que el estuario / puso al tope de todas las mesanas”.
  
Nos duró poco, claro. Lo suficiente como para que lo recordemos hasta el día de hoy. Luego: “Renacieron la ira, la querella. / Nada aprendimos del ayer funesto. / De nuevo se nos fue la buena estrella”.
  
Pasaron los lustros, las décadas. Se cumplió, se cumple, lo que nuestro incomparable maestro Don Julio Irazusta había pronosticado y descrito como la “ley de bronce de la historia argentina”. O sea: que acá cada gobierno es peor que el anterior, al punto de hacerlo añorar. Entonces, como Jorge concluíamos: “De nuevo estamos, patria mía, en esto. / Tú, separada, sola, suplantada. / Yo, como siempre, tuyo y en mi puesto”.
  
“Yo”, que fuimos nosotros, aquellos muchachos del cincuenta y cinco en la Universidad de La Plata. Ninguno agachó el lomo. Ninguno justificó lo injustificable. Ninguno arrió la bandera. Fuimos fieles a nuestras fidelidades: Dios, la Patria, la Familia. Proseguimos en nuestro puesto, en exilio interior. Para poder repetir con Ernesto Palacio: “Yo a una quimera más alta me aferro: / quiero una vida de amor y de lucha, / coraje y fervor, luz y hierro”.
  
Empobrecidos, cual esa luminaria intelectual que fuera nuestro amigo Víctor Gallegos, quien siendo graduado de Filosofía e Historia, tenía que ganarse la vida desempeñándose como portero en un colegio privado. O Alberto Tolosa, abogado, quien vendía alcucinas a domicilio. O De Pamphillis, quien, como otros amigos tenía que trabajar en el Armour o en el Swift de Berisso, porque allí era el único sitio laboral donde no exigían la afiliación al partido del Gobierno. O el gran pintor, el “Puma” Barbieri, quien en las playas de faenamiento de los frigoríficos se pescó la tisis que pronto lo llevó a la tumba. Exonerados de sus empleos públicos, como Martirián Faura Videla, por no haber querido ponerse el luto regiminoso. Los recuerdo, entre tantos, porque hoy hay gente que cree que aquel régimen no era tan despótico.
  
Crecimos, nos recibimos y nos fuimos de La Plata. Cada uno a su lugar. No nos veíamos por años. Pero desde Jujuy (con los Pereyra) a Salta (con Manolo López), a Tucumán (con Eiizondo y Molina), a San Juan (con el “Negro” Carrizo), a Catamarca (con los Leguizamón), a Corrientes (con Ranalleti), a Paraná (con los Núñez), a Mar del Plata (con Falcón y Verdi) y hasta Río Grande de Tierra del Fuego (con Withaus) —perdón si me olvido de algunos—, por toda la extensión del país, digo, sabíamos que allí estábamos. Apostados como centinelas. Nos silbábamos, y ya estábamos en sintonía. Para padecer juntos espiritualmente la suerte, la negra suerte, de la nación que nos había parido.
  
Claro que en ciertos lugares pudieron afincarse núcleos cuyos integrantes se animaban unos a otros. Uno, en San Rafael, Mendoza, con Francisco Navarro como líder. Otro, en la misma La Plata, con Horacio Aragón y Rubén Ruiz de Galarreta, como referentes obligados. En esas dos ciudades desenvolvieron sus vidas los amigos que hoy quiero memorar.
  
En La Plata estudió, se casó y trabajó en la justicia el abogado jujeño Octavio Agustín Sequeiros, el “Pato” Sequeiros, para todo el mundo. Uno puede tener una idea más o menos abstracta de lo que es un erudito; pero había que haber conocido al “Pato” para ver encarnada en una persona aquella cualidad. El “Pato” dominaba las lenguas vivas y muertas (no sé si el sánscrito escapaba a sus dominios, pero las otras seguro que no).
  
Luego de leídos los clásicos bajo la dirección del profesor Carlos Disandro, abordó las literaturas modernas, la filosofía, la historia, la política y, en sus ratos perdidos, profundizó la Teología.
  
Todo eso bien asimilado y pasado por el jocoso matiz personal, que jamás perdonaba un chiste si podía intercalarlo, aunque estuviera considerando el Tratado de la Buena Muerte de San Francisco de Sales. Sólo la particular bonhomía del Padre Alfredo Sáenz podía dar el visto bueno a sus artículos para Gladius, plagados de bromas e ironías.
  
Si no hubiera escatimado sus escritos, hoy sería otro Chesterton. Y si alguien cree que exagero, que trate de leer las notas con que tradujo los últimos artículos de Solzhenitsyn y verá. Un lujo para la cultura de este país. Es que este petiso, delgado, chiquitito, valía por mil. Predicó y practicó como pocos la caridad de la verdad, dando guascazos a quien se lo merecía, conforme a la norma de San Agustín, de intransigencia con el error y de bondad con el equivocado.
  
Sequeiros se nos ha ido; dejando eso sí, una huella imborrable. Quien quiera ser un intelectual en serio tiene que ser como el bromista incorregible de Sequeiros. Un espejo límpido, como su alma de niño, que de seguro Dios habrá acogido en su seno.
  
En San Rafael vivió y fundó su familia el ingeniero Ángel Luis M. Salvat, a quien yo me atrevo a llamar “el apóstol de los contratistas”.
  
Miguelito, con su guitarra adosada al cuerpo, con su ruinoso portafolio cargado de libros nacionalistas y cristianos, para vender de modo ambulante ente la gente más sencilla del campo sanrafaelino. Miguel fundó en La Plata un departamento que se apodó, con chapa y todo, “El polvorín”, imaginen ustedes  por qué.
  
Desde aquella época cultivó la amistad de los Padres Julio Meinvielle y Leonardo Castellani, por quienes tuvo devoción filial, y hasta les compuso una zamba, creo. De familia navarra, neto, cabal, frontal, de los que llaman al pan, pan y al vino, vino, humilde, sonriente, Miguel fue un santo varón como para edificar moralmente al más escéptico. Fue delegado de las aguas del río Diamante, y en su curso conoció y asistió a cientos de pequeños medieros (contratistas) a los que asistió con su clara enseñanza acerca de la ortodoxia religiosa y del bien de la patria.
  
Dio ejemplo de pobreza y de honestidad. Se anotó en todas las empresas políticas nacionales, sin pretensiones de dirigente. Siempre listo, ahí estaba Miguel con su guitarra. Con la cual, a cuestas, supongo, ahora habrá entrado a integrar el coro celestial.
  
Ha pasado el tiempo, crueles los años, dura la experiencia del largo camino. Pero aún hoy, aquellos muchachos del cincuenta, los vivos y los muertos, oportuna o inoportunamente, volvemos a pintar una cruz sobre una V azul y blanca y a gritar: “¡Cristo vence!”
   
¡Hasta pronto, viejos camaradas!
  
Enrique Díaz Araujo
  

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